Belarús

Bueno, tras una prolongada ausencia (y desesperados reclamos de fieles seguidores) me propongo continuar con la segunda entrega de las vacaciones de invierno. Sabrán disculpar las demoras, pero en estas últimas semanas y las que siguen ando con mucho trabajo para la facu y no pude ponerme a seguir. Ahora no hay más excusas. Eso sí, sabrán disculpar (o aprovechar) que habiendo pasado más de un mes del comienzo del viaje, ahora los recuerdos no son quizás tan vívidos, ni los detalles tan numerosos, pero quien relata hará su mayor esfuerzo por no omitir sucesos de importancia.
Comienzo donde dejé con el último pedazo de blog que me queda escrito en papel de durante el viaje, buena parte escrita en el tren, el resto en Berlín, haciendo tiempo.


La valija pesadita, la mochila un poco también. Me despido del muchacho (que nunca sabré si se llamaba Alex u Oleg o ambos o ninguno). Como un gil ando cargando la maleta entre el hielo y el barro-nieve. Voy a la estación de metro de siempre, pero claro, cargando todo no es tan fácil subir y bajar todas sus escaleras, menos cuando la gente te lleva por delante sin problemas. A todo esto, entre las escaleras, la carga y tener todo el abrigo encima me voy cagando de calor cada vez más.
El asunto es que tras la combinación de metros necesaria llego temprano a la estación de tren. Sé que mi tren es el número nueve y el destino final es Varsovia (Варшава). Voy a chequear en el tablero y, por suerte, estaba primero en la lista: ПУТ 3 ПЛАТФОРМА 2. Me dirijo directamente ahí. Camino un par de vagones pero todos dicen Moscú-Brest. Scheisse, debe ser otro tren que está por salir. Me meto a la estación a esperar. Cuando me siento son las y veinte, así que me propongo volver a salir a las y media. No es mucho, pero como no tengo un carajo para hacer, y mucho menos nadie con quien conversar, los diez minutitos de me hacen eternos.
A las y media, según lo planeado, salgo de nuevo. Voy a la plataforma debida y… el mismo tren. Ahora sí ya me pongo un poco nervioso (como si la falta de seguridad que tenía desde un principio no fuera poco). Le pregunto a la primera vieja que encuentro en la puerta de un vagón si este es el tren que va a Varsovia. La vieja (bueh, no era tan vieja, pero la cara de culo la hace parecer de 60 en vez de 50) me dice en ruso (que entiendo gracias a sus señas) que el tren a Varsovia está más atrás. Sigo caminando entonces hasta que encuentro un vagón con cartelito (¡en letras no cirílicas!) que dice “Varsovia”. Ahí pregunto de nuevo con mi gran ruso: “Varshava?” y escucho lo que quería “Da” (sí).
No veo ninguna encargada en la puerta, así que encaro a un par de gentes que estaban charlando ahí y me habla por fin alguien en ruso “sorry.. eh…”. Se avivan que soy un pobre gil perdido y empiezan a llamar a gritos a una muchacha. Por fin llega… y habla inglés! Le muestro mi boleto, pero claro, yo no voy a Varsovia, sino a Orsha. El boludo por fin entiende que acá cada vagón va pa’ un lugar distinto. Me vuelvo un vagón para atrás y ahí me mandan a volverme dos vagones más para atrás y ahí me encuentro con… la primera vieja! Ahora le digo “Orsha” y empieza a hablar un montón de cosas que ni entiendo. Me pide el billete, el pasaporte (que me lo hace abrir pero ni lo entiende) y sí!! Por fin adentro.
Encuentro mi camarote (si es que esa es la palabra) y encaro. Debe ser un rectángulo de 2 x 3 metros. Cuatro literas, dos abajo, dos arriba. Las dos de abajo ya ocupadas por lo que parece ser una pareja de viejos, muy piolas ahí sentados, tomándose una coquita. Me hablan, a lo que respondo “Ruskiy niet” y bueh, señas amigas. Me facilitan guardar la valija (debajo de la cama de la señora) y ya no entendía como seguía la cosa. Sé que tengo que subirme a mi cama, pero ahí arriba hay dos pseudocolchones enrollados más una pila de colchas. Encaro p’ahí, dudo y el viejo se apiada y saca un colchón y colcha que corresponden a su esposa (quien vive abajo mío).
Mi gran duda ahora no es tanto como ocote debo acomodar esas cosas, sino cómo subirme a esa cama. Dima ya me había dicho que tenía que pisar el colchón de abajo, así que con la vista iba tratando de medir la maniobra que me tocaba. Dudo que me de el cuero, pero para ir ganando tiempo y postergar el papelón me paro con una pata en cada cama y me hago el que acomodo las cosas. Muevo el colchón, la colcha, pongo la mochila y bueh… lo mejor parece ser levantarse con los brazos p’arriba usando las dos camas y, de algún modo, poner el culo en la que corresponde. No me pregunten detalles, porque sinceramente no recuerdo cómo fue pero logré hacerlo y sin papelón.
Así que bueno, ya estoy acomodado: colchón estirado, almohada, la colcha por alguna parte. Veo que en el pasillo hay un guaso mirando por la ventana como nos vamos. Yo no quiero quedar excluido de tan melancólica postal, así que me bajo (total ya sé que la subida la tengo totalmente dominada). Me asomo por la ventana con la mirada extraviada en el horizonte. No quiero perderme un detalle, así que decido correr la cortina y zas! La tiro con caño y todo. El boludo al que quise imitar me mira con cara de nada, ni se inmuta y a los segundos sigue mirando por la ventana. Acomodo la cortina como me sale y.. mejor me vuelvo a la cama.
La vieja inspectora se asoma, pide pasajes, yo lo busco en la mochila, pero para entonces la gilaza ya se fue. Al rato vuelve, estiro mi mano con los pasajes, pero ella habla con los viejos y a mi ni me registra. Bueh, fastidiado de querer hacer el bien sin ser correspondido guardo mi tickete y me pongo a escribir esta crónica. Al rato vuelve la vieja y habla con los viejos. Entiendo sólo una palabra “desyat” que es la que había usado cuando compre mis 10 pasajes de metro. Claro, mi cama es la diez, o sea… estaban hablando de mi! Pero la muy boluda sigue sin mirarme. La señora de la cama de abajo por fin se dirige a mi y le entiendo que me dice del “billet” o algo así. Se lo doy a la ortiva y se va no sin antes dejarnos más sábanas color rosa. No entiendo muy bien para qué sirven ( mi sentido común está en la lona, lo sé). Al rato entra nuestro último compañero, un rubio con olor a cigarillo. Habla con el viejo y acomoda su cama. Empieza a usar las cosas rosas: pa’ la almoahada, el colchón, sábana… Uf, que boludo que soy. Se va. El asunto es que yo ya estoy instalado arriba de mi cucha así sin nada y los señores cada uno echados en su cama, no hay mucha maniobra como para acomodar. Pero bueno, el asunto es que para no parecer tan sucio al final puse como pude las sábanas. Muy habilidoso de mi parte, lo sé, armar la cama teniendo que estar sentado en ella.


Intento de grabar algo en el tren


El viaje fue bastante tranquilo, sobre todo la primera parte. Los viejos de abajo dormían, yo leía y luego casi me duermo, pero justo llegamos a una parada y se cagó el sueño. Después de eso los viejos plomos se despertaron y empezaron a discutir (o por lo menos eso parecía) por el resto del viaje.
Mi gran preocupación era pasarme de la parada, pero a la hora prevista y como me habían predicho mis amigos, la simpática encargada del vagón vino a decirme que estábamos llegando. Bajo a los tumbos y, que bueno, nevaba… Empiezo a buscar con la vista desesperadamente a Yuliya y, uf, ahí está, esperándome puntualmente con su primo Ruslan. Nos tomamos un taxi y vamos para su casa (Yuliya vive habitualmente en Minsk, pero cada tanto vuelve a Orsha a visitar a su familia).
Yuliya es traductora, su primer idioma es inglés, que lo habla obviamente perfecto, pero además habla español e italiano. Lo que yo no sabía era que hablaba el español tan bien. Tras viajar dos veces a España casi parece gallega. Así que, afortunadamente, pudimos hablar en ese idioma todo el tiempo que estuvimos juntos.
Cuando llegamos a la casa allí nos esperaba su madre, quien no hablaba inglés y. como yo tampoco hablaba ruso, Yuliya nos hizo de traductora para poder presentarnos y demás diplomacia. La verdad que durante el resto de los días fue muy divertido cuando intentábamos comunicarnos. En los momentos en que no teníamos traductora oficial recurríamos a diferentes recursos: diccionarios, dibujos, señas, etc. Para Yuliya era divertido, para nosotros un poco frustrante, pero hay que reconocer que si bien no era muy eficiente, al menos nos reíamos un poco.
Bueno, la cosa es que esa noche me esperaban con gran comida gran: borsch, pollo al horno con papas, ensaladas y salame. Fua! Que lindo estar en Orsha. Después de comer nos quedamos charlando un rato, vi un poco del “patinando por un sueño” ruso y a la cama, que ya era tarde y al otro día había que levantarse temprano.
La mañana siguiente no sólo fue larga por la madrugada que pegamos, sino por todo lo que hicimos. Yuliya tenía que hacer unos papeles suyos (pero, a decir verdad, eso fue rápido) y yo tenía que registrarme en Belarús. Para ese trámite fuimos primero a la municipalidad, de ahí a la policía, de ahí nos mandaron a hacerme un seguro de salud, fuimos a una sede del seguro y nos despacharon para otra que estaba bastante lejos, y ahí por fin conseguimos el seguro. De vuelta para la policía, ahí Yuliya me rellenó un formulario y uf, por fin lo conseguimos! Registrado oficialmente en Belarús.
Entre medio de todas las idas y venidas pude ir espiando un poco de la ciudad. Orsha tiene alrededor de 100.000 habitantes si mal no recuerdo. Como muchas zonas de Belarús fue destruida mayoritariamente durante la segunda guerra, así que en líneas generales la ciudad es bastante nueva. Se nota no sólo en los edificios, sino también en la amplitud de los espacios, calles grandes y amplias. Las conmemoraciones de la segunda guerra se pueden encontrar en distintas partes de la ciudad, como así también algún que otro recuerdo de la URSS. Pero a decir verdad, si comparo con lo que había leído antes de ir, bueno, hay que reconocer que más allá de alguna que otra cosa suelta, la nostalgia soviética de la que hablan no era tan así. Al menos por lo que yo pude ver.
Esa misma mañana, mientras esperábamos un colectivo, comimos una especie de empanadas que vendía una señora en un puesto en la calle. La misma preguntó de donde era, a lo que cuando escuchó Argentina quedó muy sorprendida. De ahí que Yuliya ya me empezó a llamar el “argentino exótico” (vaya uno a saber si eso es bueno o malo).
Bueno, terminamos todos los trámites al medio día, volvimos, comimos y… sí sí, la siesta se hacía reclamar solita. Así que un buen descanso pa’l sueñazón que cargábamos.
Una vez despiertos Yuliya se pasó y me lavó la ropa (que buena falta me hacía) y, más tarde, nos fuimos a hacer un city tour con ella y Ruslan. Visitamos los lugares más emblemáticos de la ciudad, que la verdad me pareció bonita, si bien a ella no le gusta mucho. Ya de noche, antes de volver, pasamos por un súper a comprar algunas cosas para comer y después de vuelta pa’ las casas.
Al otro día tuvimos una serie de actividades culturales como intercambio de música, películas (medio fallido, pero bueh) y hasta clases básicas de ruso. Idioma difícil, por dio’! Y tuvimos también segunda parte del city tour, esta ves con luz del día y, claro, sin que Juancito se olvidara la máquina de fotos en la casa.. ay ay ay… Ese fue el último día en Orsha, al día siguiente salíamos para Minsk. Así que a la noche fue la despedida con la mamá de Yuliya y ordenar todo en la valija.
Yuliya tenía que ir a hacer unos papeles esa mañana, así que le fui encajado al pobre de Ruslan para que me lleve a la estación de tren y esperásemos allí. La estación de Orsha es muy importante, ya que por allí pasan todos los trenes que vienen de Rusia para el occidente, si mal no entendí. Dimos unas vueltas por ahí y Ruslan me hizo de guía esta vez. El asunto es que el tiempo pasaba y Yuliya no llegaba aun… fuimos yendo a comprar los tickets cuando quedaban sólo diez minutos, nueve, ocho, siete, y de pronto por fin llega corriendo. Los compramos y pegamos un pique hasta el tren. Despedida rápida con Ruslan y a los pocos minutos el tren se va… con nosotros adentro por suerte.




El viaje a Minsk no es muy largo, se pasó volando. Llegamos por fin y de la estación de tren nos tomamos directo el metro pa’ la casa de Yuliya. Allí ella comparte un departamento con dos amigas, una de las cuales se va al día siguiente para su casa, así que no será tan trascendente como la otra que nos acompañará todo el tiempo: Olga.
Las chicas nos reciben muy amablemente con té y galletitas. Pero bueno que el tiempo es oro y tenemos mucho para hacer. Se hace oscuro temprano, como en todas partes, así que ya de noche salimos rumbo a la agencia de viajes. En el camino puedo ver la ciudad iluminada que es realmente bellísima. Todas las calles y lugares principales tienen una iluminación espectacular, que hace que se vea todo lindísimo. Pasamos por el monumento a la segunda guerra mundial y después tomamos el metro hasta una zona con edificios top y modernos donde se encuentra la agencia de viajes con la que Yuliya contrató el viaje a San Petersburgo. Tras arreglar todo allí vamos a dar una vuelta por un parque que hay alrededor del río. Allí en el medio hay una capilla en conmemoración a las víctimas de la invasión a Afganistán.







Seguimos bordeando el agua y, tras comer un pancho bielorruso y sacarnos unas fotos en el trineo del Papá Noel ruso (según busqué en español sería “el abuelito frío” y no es navideño, sino de año nuevo) fuimos directo a lo que sería una nueva oortunidad de hacer el ridículo: patinar sobre hielo.
Mi único intento anterior había sido en Leipzig y, si bien sólo tuve una caída, no había sido nada auspicioso. Según me contaba Yuliya el patinaje sobre hielo está súper de moda desde patinando por un sueño, así que como bien era de esperar había muchísima gente y todos buenos patinadores. Uf. Allí nos encontramos con Olga y Tania, otra amiga de Yuliya que también hablaba español. Que bueno. La pista no podía ser más linda, no sólo tenía un ambiente bolichezco, ambiente más vale oscuro, luces de colores y música, sino que estaba pegada al borde del río y desde ahí se podía ver toda la ciudad iluminada, lindísimo realmente. Y bueh, en lo que respecta a mi performance… decorosa? No me caí por lo menos. Las chicas todas expertas patinadoras, así que se iban turnando para agarrar al plomo un rato cada una. Después de eso, de vuelta pa’ las casas, que Olga nos había preparado de comer.



Al día siguiente, pobre Yuliya, tocaba de nuevo city tour. Fuimos por todos los principales lugares de la ciudad, esta vez sin olvidarme la máquina de fotos y de día. La ciudad me sorprendió gratamente. Al menos la zona céntrica (que es la que conocí) se ve súper modernosa, al margen de cuestiones de estilo no se ve muy distinta de cualquier otra ciudad de Europa. Tendré que confesar que volví a refutar nuevamente la hipótesis previa de la ausencia de capitalismo en la zona, los shoppings, mc donalds, bares y demás se ven iguales a los de todas partes.
Conocí en este recorrido el tercer peor trabajo del mundo: cuidador de baño púbico. Lamentablemente no tengo foto, pero el asunto es así. Hay dos unidades de baño público unidas por un cubículo donde trabaja el cuidador. Cada uno debe tener un metro cuadrado y la persona que cuida está sentada entre ambos compartimentos de desechos. De solo pensar en los ruidos que debe escuchar (porno decir nada de los aromas que debe sentir), no caben dudas de que se merece un lugar en la selección.
Al margen de eso, la ciudad es realmente muy linda e imponente. Todos los espacios públicos son grandes y bien cuidados.










El city tour, que por momentos se hacía tortuoso por el frío y la nieve, terminó en un restaurante de comida típica. Buenísima, sin dudas. Después de eso, salir al frío nuevamente y volver, era la última noche en Minsk y al otro día por la tarde partíamos para San Peter.
Yuliya y Olga se mudaban a otro departamento a comienzos del 2010, así que la primera tenía que dejar todo listo para la mudanza antes de irse. Mientras se dedicaba eso Olga me acompaño a hacer las últimas actividades. Conseguir algún que otro souvenir, ir al banco y algunas compras en el súper para las provisiones del viaje, Almorzamos, terminamos de acomodar todo y taxi de por medio nos fuimos a la estación.



Panorámica de despedida

Moscú

Llegada a Moscú
Salgo el domingo a la mañana, con varias horas de antelación, confiado en que algún moco me iba a mandar. La ciudad está nevada, “que lindo”, así que arrastrar mi valija no es tan fácil. Me tomo el tranvía (casi vacío) y voy hasta la estación de trenes. Ahí me tengo que comprar un pasaje para el tren que me llevará hasta el aeropuerto. Como en Alemania se esfuerzan para reducir la existencia de empleados de carne y huesos al mínimo, me tocaba comprar el ticket en una máquina. Por suerte se podía poner en español, así que encontrar el pasaje fue fácil. El único problema era pagar. Tenía mi tarjeta de débito y luego de ponerla me decía algo en alemán que no entendí. Apretaba botones y nada… Tras insistir un par de veces, y a punto de entrar en desesperación por no poder ir al aeropuerto, me ilumino y descubro que lo que me está pidiendo es mi código… bueh, che, que era la primera vez que la usaba. Todo en orden, me compro un par de facturas en la Hauptbanhof y arriba del tren.
Llego tempranísimo al check-in, así que aprovecho que no hay fila. Ahí todo marcha bien hasta que la meticha de la empleada de mi aerolíneas (Blue Wings… una aerolíneas que se especializa en vuelos de Alemania a la ex URSS y medio oriente…ajá) me empieza a hacer lío por los pasaportes. Le explico que salgo con el de Italia, que entro con el de Argentina y bla bla, no está convencida, llama por teléfono a alguien y bueh, Juancito was right.
Como estaba temprano me quedo un buen rato esperando por ahí, rodeado cada vez de más rusos. Paso los controles de seguridad y me encuentro con un mar de rusos esperando el vuelo. Por fin nos podemos subir, a mi me toca asiento de por medio con un viejo que no habla nada y se concentra en leer su diario. Para mi sorpresa todas las cosas del avión estaban escritas en español, lo que sumado a lo poco que conozco de mi aerolíneas no me deja muy tranquilo. Pero el vuelo está muy bien, y hasta ligo almuerzo. El viaje dura como unas tres horas calculo io y sha estamos en Moscú. A punto de aterrizar me vuelven los pensamiento de antes de Salir… “qué carajo hago yo acá!”
Una vez en el aeropuerto me controlan el pasaporte. La simpática policía rusa me lo retiene un buen rato, lo mira, re mira, re contra mira, llama a otros para que lo miren, hablan… a mi no me dicen un carajo, pero bueh, tras un buen rato de análisis se decide por fin a sellarlo y ya estoy adentro. Pruebo mi celular, que por suerte funciona, y tras llevarme por accidente una valija que no era la mía (el dueño se me avalanzó y la reclamó con simpatía) ya estoy en Moscú. Si bien ya tenía perfectamente estudiado el camino hasta el hostel, bueno, no todos los detalles eran de mi conocimiento. Me voy a la mesa de información a preguntar de dónde salían los colectivos que me llevarían a la otra terminal del aeropuerto. Un señor me manda a hablar con una chica que supuestamente habla inglés… habla, pero para el culo, no le hace mucha gracias que no lo entiendo muy bien, pero al final ya sé pa’ donde tengo que ir. El asunto es que hay varios bondis juntos, intento preguntarle a un chofer y me manda a uno que esté al fondo. Le pregunto si es, el señor no me entiende un carajo y me manda a que pregunte adentro del colectivo. Me subo y largo un “Anyone speaks english?”, tras una pausa casi mortal, una chica tímidamente levanta la mano, le pregunto y me dice que sí, que estoy bien. Uf!
La entrada a la otra terminal del aeropuerto está llenísima de gente. Tardamos como media hora en total. En el aeropuerto cambio plata en una máquina. Uno mete los euros, le calcula cuando le van a cambiar y acepta. El asunto es que es media lenteja la maquinita y uno traspira la gota gorda cuando deja de hacer ruidos y la plata todavía se demora en salir.
Una vez con mi plata en la mano empiezo a buscar el lugar de donde sale el tren para la ciudad. En Moscú no parecen haber mosquitos, pero sí taxistas, que te acosan por todo el aeropuerto ofreciéndote llevarte. Pero no, yo lo quiero complicado, así que voy siguiendo las señalizaciones del tren. Cuando por fin llego no hay problema pa’ comprar el ticket, pero, je, faltan cuarenta minutos para que salga el tren. Me siento a esperar, por suerte recibo llamada sorpresa de mi padre que en ese momento me alegra, pero unos días más tarde cuando ya no tenga más crédito no voy a estar tan contento. Bueno, me tomo el tren, sin problemas, tarda nos 35 minutos hasta llegar a la estación de tren Belaruskaya (o algo así). Ahí voy a tener que volver a comprar mi pasaje de tren a Belarús, así que trato de abrir grande los ojos. Igual, no entiendo un carajo, así que voy siguiendo atentamente las señalizaciones de la entrada al metro mejor.
Llego a la ventanilla y yo, muy precavido, me había estudiado la frase que tenía que usar para comprar diez pasajes. “Desyat nosequé pashalsta”, tenía que decir. Como no confiaba mucho en mi pronunciación lo complementé con mis manitos haciendo diez. La señora de la casilla habló en ruso, obvio, y me señalaba una lista con los tickets. Compruebo que el de diez viajes existía e insisto: “desyat” y vuelvo a mover mis deditos, la señora me vuelve a mostrar la lista, “desyat” y dos veces cinco ahora con la mano… de vuelta la lista, un señor de al lado dice algo, claro, todo en ruso, total… Hasta que me avivo que lo que quiere la doña es el dinero. Veo el precio, “tome”, me da la tarjeta y a la bosta. Me meto al metro, voy con un planito que responsablemente me había impreso antes de salir, la conexión de trenes me sale bien, llego a la estación que busco y casi salgo perfectamente bien a la calle, sólo del lado del frente. Ese día en el metro fue el único momento en el que me sentí no tan seguro, digamos. Mientras buscaba la salida había un grupo de jóvenes que, como dicen las señoras de barrio que miran muchos noticieros, deberían de haber estado borrachos o drogados. Yo les paso por el lado y de golpe uno se me viene al humo y me dice algo. Yo con mi mejor cara de no tengo miedo no respondo nada (como si pudiera) y sigo caminando. Eso fue todo. Que lugar tranquilo Moscú!
Como relataba anteriormente, salí a al calle que, por-su, estaba nevada. Las rueditas de la valija no estaban en su salsa, pero hay que reconocer que se portaron muy bien. Tras caminar un par de cuadras, cruzar la calle y media cuadra más llego a mi “hostel.” Las comillas se deben a que en realidad mi alojamiento no era el típico hostel. Se trataba más bien de un departamento que tenía varías habitaciones con varias camas y te alquilaban una por un módico precio. El precio para ser Moscú era modiquísimo y la ubicación genial, estaba a unos quince minutos caminando de la Plaza Roja. Entro al lugar y me da la bienvenida alguien que se presenta como Alex. El muchacho pensaba que me había perdido, porque claro, ya eran como las 22.30. Me había tomado unas cuatro horas llegar al hostel, pero perdido, nunca!
Me voy directo a la cama, tras hablar por la computadora a casa, como es debido. Tras un rato de insomnio escucho que llegan los compañeros de cuarto. Estaba muy cansado para hacerme el simpático y conversar, así que procuro parecer aun dormido. Ya habrá oportunidad de conocerse.


Moscú: Día 1
Me despierto por mi celular. Este día se suponía que me encontraría con mi amigo Dimitri (Dima), el vive en Tula, una ciudad cercana a Moscú, pero me había mandado un mensaje diciendo que por causa de una tormenta de nieve no iba a poder venir, entonces lo dejamos para el día siguiente. Traté, entonces, de dormir un rato más, pero ya no podía. Me cambio, me tomo un tecito en la cocina, veo por la ventana y, al parecer, la tormenta de nieve no era cosa de Moscú. Así me dispongo a irme, cuando estoy por salir aparecer un muchacho que sale de la pieza. Pide disculpas por el ruido de la noche, yo me mando la parte de que ni lo escuché. Saludos, saludos y me voy.
Lo primero que noto es que hay muchísima nieve por todas partes, así que hay que tratar de ir pisando por donde ya pisaron otros para que sea más fácil. La zona donde estaba el hostel es una zona muy linda y muy vieja de Moscú, está protegida como patrimonio, entonces no se pueden construir cosas modernosas. Está muy bien conservada y llena de edificios muy bonitos.
El asunto es que todo mi camino va bien hasta que llego a la primera calle importante que quiero cruzar. No hay semáforos y la calle es enorme. Lo único con pinta de poder cruzar que veo es la entrada al metro, pero claro, no quería ir al metro, sólo cruzar. Empiezo a caminar entonces por el costado de la calle, a ver si encuentro un semáforo. Hago un par de largas cuadras y nada. Por fin me encuentro con lo que parece ser otra entrada del metro, ahora sí me meto y, efectivamente, servía para cruzar la calle.
Camino un par de cuadras más y cha chan cha chan llego a la Plaza Roja. Qué emoción, pero qué nieve! No se veía un ocote de tanto que estaba nevando, hago algunas fotos, algún video, pero no se puede ver mucho. A las evidencias me remito:



La cosa es que la entrada al Kremlin, quien lo diría, no da a la Plaza Roja, sino que hay que pegar un bonito rodeo. Doy la vuelta como corresponde caminando en medio de mucha nieve que cubre todo. Llego al lugar de las entradas, compro una para el Kremlin y otra para la Armería (un museo ahí adentro), a pesar del inglés de la señora que vende (que no duda en enojarse porque no le entiendo del todo) logro deducir pa’ donde tengo que ir. Camino otro buen tramo por la nieve, en medio de lo que sería un parque así que ni parte sólida para pisar hay. Por fin llego a la entrada y ahí un amable cana ruso me dice que no puedo entrar con la mochila y me hace todo un tratado de señas explicándome a dónde tengo que ir a dejarla. Me vuelvo. En el camino pregunto en otro puesto de entradas que descubro (no le entendí un carajo al cana que me explicó en la entrada de la armería). Por fin me encuentro una persona amable! Sale del edificio y me muestra el camino y… hasta hablaba inglés! (choto, obvio, pero inglés al fin). El maldito lugar resulta ser un sucuho escondido debajo de las escaleras que subí para comprar las entradas. No es más que una ventana cerrada, que abren cuando se acerca algún gil con cara de turista para dejar sus cosas. Bueh, dejo la mochila y me vuelvo a caminar todo p’ atrás. Ahora por fin, sí, puedo entrar. La armería es una especie de museo, súper interesante, que tiene un montón de objetos de la época de lo zares, desde joyas hasta carruajes. Mientras voy viendo todo cada tanto me asomo a la ventana y veo el nievezón que está cayendo. Que lindo estar adentro.
Bueno, la visita se acaba y ya no queda más remedio que salir. Sin haber cenado ni desayunado el hambre ya se había hecho presente. Voy ilusionado a la salida del museo, esperando algún lugar donde comprar algo, pero no… Sólo souvenirs, ninguno comestible. Voy nomás para el Kremlin. Visitar este último, he de reconocer, es un poco decepcionante. Tras cruzar las místicas paredes rojas con sus torres uno no tiene mucho pa’ joder. Unas cuantas iglesitas, un cañón, un campanón y bueh, that’s all. A lo lejos se puede ver la Duma, el palacio de gobierno. No mucho más. Todo, pero todo, lleno de nieve, obvio.
Ante el blanco panorama fue que comencé mi reflexión sobre los peores trabajos del mundo, todos los cuales pude encontrar en esta parte del globo. El primero de ellos me vino a la cabeza en ese momento, en el Kremlin, es el de limpiadores de nieve. Por todo Moscú habían escuadrones de personas que sólo armados de precarias palas se dedicaban a pasarse el día en la intemperie corriendo la nieve de lugares públicos. Intenté hacer un video, pero en ese momento no había más que un limpiador. En la cotidianeidad, en realidad, se encontraban un montón.



Bueno, una vez terminada la visita el hambre se había apoderado de mi totalmente. Recordaba haber viso un Mc Donalds cuando iba para la Armería, así que emprendí larga caminata hacia allá… pero nada. Me vuelvo, con los ojos bien abiertos y atentos y ahora noto que el Mc Donals estaba cerquísima de la entrada del Kremlin. En fin, ya no me importaba nada, sólo quería comer. Entro y me encuentro con que estaba totalmente lleno, un montón de gente haciendo fila, todo empapado por la nieve derretida de los zapatos y asfixiante. Con todo el dolor del alma termino saliendo. Doy unas buenas vueltas a ver si encuentro algo más, pero nada que pudiera comer y supiera cómo pedirlo o de qué se trataba. Sabía que había un Mc Donalds cerca del hostel, así que me vuelvo hasta allá. Bastante gente, pero bueh, no había más opciones. Sería el primer almuerzo de una larga racha de comidas en Mc Donalds, qué alegría… pero bueh, al menos podía comer. Encuentro de pedo un triste banquito en una mesa contra la pared, me siento ahí. Cómo será que estaba de aburrido que me pongo a tratar de leer el papel de la bandeja y, cha chan, descubro “Kartofel”, casi como en alemán! Mi vocabulario macdonalezco se iba ampliando.
Salgo de Mc Donalds decidido a hacer un recorrido caminando que tenía en mi mapa. Lo logro a medias, pero la verdad que no sé quién fue el tarado que lo diseñó, no había nada muy interesante por la zona. Y para colmo de males no sólo todo lleno de nieve, sino que también parte con hielo. Como no podía ser de otro modo, en ese contexto fue el momento que más cerca estuve de caerme en Moscú. Me pegué un resbaladón y cuando ya me estaba viendo en el piso no sé de dónde salio una pared que me agarró de la mano y uf! Zafé.
Antes y después de la caminata pasé por un punte que tenía una vista muy bonita de la plaza roja.



Pero claro, a la vuelta quería sacar las fotos de noche, pero aun era de día, así que fui hasta la plaza Roja, me metí en los almacenes GUM para hacer un poco de tiempo y descansar de tanta caminata peligrosa sobre el hielo. Estos almacenes, en la época de la URSS eran lugar de compra del proletariado, ahora, por el contrario, son lo más de lo más, un Shopping sumamente caté con las mejores marcas.





La cosa es que cuando salgo de ahí ya oscureció. Me vuelvo al puente a hacer las fotos de noche y para mi alegría… no había mucha luz en el Kremlin y compañía. Mah si! Vuelvo a la Plaza Roja, saco unas fotos. Los adoquines resbalosos terriblemente, para variar. Doy unas vueltas y ya no doy más, me vuelvo pa’l hostel.
Lo primero que hago es ir a ducharme. Mientras me baño escucho algo así como efusivos timbres y teléfonos, muchas veces. Primero, estoy en el baño, segundo, no es mi casa, cómo voy a atender. Termino de bañarme, me cambio, etc y siento varias voces. Se trataba del Australiano que volvía y le había abierto la vecina tras estar 1 hora intentando entrar. Por la nieve le habían cancelado el vuelo hasta el jueves. Nos quedamos charlando, de lo más piola el guaso. Lo único que me llamó la atención fue que cuando hablaba del dueño del hogar le decía Oleg. Mmm… ahí me perdí totalmente, y ya evité tener que decirle por el nombre. En principio pensé que quizás había algún otro administrador. Después ya ni sabía si me había equivocado yo o que… así que me llamé a silencio. Después llega otra inquilina, una yanqui, muy piola también. Vemos un par de pelis y a dormir.

Algunas fotos


Moscú: Día 2
Hoy sí me encuentro con Dima. Me busca por el hostel y regala un par de tortas autóctonas de Tula (juro que pregunté si aguantaban hasta septiembre –como las galesas, vio, que duran mucho- pero me dijo que no durarían más de un mes, así que lo-la, pero me las tendré que comer en Alemania).
Era cerca del medio día y… adivinad a dónde quería comer el amigo. Obvio, MD, pero bueno, no podía decir nada, así que que sea otro Big Mac.
Después del nutritivo almuerzo fuimos a hacer algo muy importante, comprar el pasaje de tren para Belarús. Yo sabía llegar hasta la estación de tren pero, no mucho más. La verdad que no sé cómo habría hecho sin su ayuda, porque ahí todo estaba en ruso y no mucha gente hablaba inglés. Tuvimos que esperar un rato a una señora que se demoró bastante (pero claro, qué se yo por qué) y por fin ya tenía mi pasaje. Me tradujo todo lo importante y hasta fuimos al lugar de donde tendría que salir el tren para asegurarme que no me perdería (sí, sí, bien de mogólico la explicación).
Pero bueno, show must go on, y había que seguir de turismo. Tras insistir un poco me salí con la mía y fuimos al museo de la gran guerra patria (la segunda guerra mundial). Antes de la entrada se pasa por una plaza enorme, pero claro, llenísima de nieve y, of course, resbalosa. A esta altura ya tenía las rodillas peor que Nadal y había descubierto músculos a sus alrededores que ni siquiera sabía que existían.
El museo estaba muy bueno y vacío, genial. Tras prolongada visita nos vamos a tomar el metro. Dima había quedado de encontrarse con una amiga que vive en Moscú, Tatiana (se ve que quería dividir el peso de soportarme). Tras las necesarias combinaciones de metro nos encontramos y, ahora sí, me dan con el gusto de ir a comer a un lugar de comida rusa. Comí borsch (un tipo de sopa típico) y algo muy parecido a los pirogui de Polonia, una especie de ravioles rellenos de papa y cebolla, muy buenos. Tome también “kvass”, una bebida hecha a base de pan fermentado que, a pesar de la descripción, estaba buena.
Tras la cena, de vuelta al hostel, ahí me esperaban los amigos para ver Narnia… El aburrimiento, el sueño y el cansancio se complotan para impedirme ver tan buen filme. Me gua’la cama y entre sueños me despido de la yanqui que se volvía pa´ sus pagos.



Moscú: Día 3

Arriba temprano, el té nuestro de cada día y a la calle. Notablemente había bastante menos nieve y el frío está más tolerable. Voy al museo de historia contemporánea, una de las cosas que más me gustó visitar. Iba desde el final de la época de los zares hasta Putin. Súper interesante, estuve como tres horas, y eso que la información en inglés era mínima.
Acá empecé a elaborar mi segunda categoría de peor trabajo del mundo: el de las “cuida-salas” de museos. En todos los museos que fui de Rusia uno se encuentra con señoras que se dedican a velar por el orden del salón que les ha tocado cuidar. Se pasan todo el día ahí, con una silla por su única pertenencia, viendo todo el tiempo la misma exposición y pasar visitantes. No sé cómo harán para que se les pase el día, realmente. A todo esto, ni siquiera es que pueden ofrecer alguna explicación sobre lo expuesto, o contarte un poco de historia, no, nada, son sólo un elemento represivo de fotografías y malas conductas.
A la salida del museo, con hambre obvio, me dejo tentar por la M dorada una vez más. En realidad no era tanto tentación, sino superviviencia. Sabía qué vendían y ahora conocía la palabra pa’ las papas. “Big Mac, kartofel, Coca Cola, Ketchup”. Fua!!! Almuerzo en mis manos.
Después de eso fui al museo de arte contemporáneo. Si el de historia fue de lo que más me gustó, este estaba en las antípodas. Mi guía prometía arte del siglo XX con Chagall y Kandinsky entre otros. Pero bueh, fines del siglo XX sí era, nada más. Era un museo supermodernoso, con varias salas pequeñas donde no te imaginabas con qué te podías encontrar. En una, zapatos y basura tirados, otra con proyectores apuntando a cajas de cartón y adentro unos pelados corriendo y, claro, cómo olvidar aquella escalera con un perro muerto a sus pies.
El asunto es que vi todo lo más rápido que pude y me fui. Como aun tenía tiempo pasé por el Bolshoi, pero no se veía un carajo porque está en medio de obras. De ahí me fui a la catedral de Kazán, pasando, una vez más, por la Plaza Roja. Tras caminar mucho me volví a encontrar con un viejo enigma: cómo cruzar la calle. Esta vez no había túneles por abajo, así que estaba realmente perdido. Tras unos quince minutos de ir y venir, bajar y subir escaleras por un punte y no me pregunten qué más, logré cruzar.
Pero claro, tanto proceso demandó su buen tiempo. La catedral cerraba a las cinco y, obvio, el vivo llegó a las menos cinco, así que, como se imaginará, ya no dejaban entrar. Bueh, unas vueltecitas alrededor, fotos van, fotos vienen y a caminar pa’ las casas.
Allí me encontré con mi amigo australiano y unos nuevos inquilinos, una pareja de ingleses (que en realidad ya estaban desde la noche anterior, pero no los registraba). Igual se fueron pronto, así que té, cerveza y galletitas de por medio, provisto todo por el muchacho del nombre dudoso, vimos otro par de películas. Ah, hablando del dueño de la casa, esa noche se jugó y nos regaló unos chocolatines por navidad (sí, ya sé que era 23, pero bueh, qué se yo, recordemos que son ortodoxos ahí).



Moscú: Día 4
Al otro día, despedida del australiano que se iba pa’ Praga vía Berlín (con todos mis consejos, ocbiamente, cof cof) y nos vemos con Dimitri again. Como llegaba tipo doce antes me fui por mi cuenta a dar una vuelta por la calle Arbat la más famosa de Moscú. Según dicen, se supone que habitualmente está llena de hippies, músicos, artistas, bohemios, etc. Pero se ve que a todas estas especies las espantan el frío y la nieve. Había sí varias gentes vendiendo punturas y dibujos. En fin, tras hacerme un par de idas y vueltas me vuelvo al metro pa’ encontrarme con Dima.
Como no podía ser de otra manera, como cada medio día, tenía que ser Big Mac. Pero mientras comíamos, oh iluminación, ese día espié a la persona de a lado y descubrí una nueva hamburguesa fácil de pedir “big tasty”, muajaja. Como pa’ variar un poco, vio?
Tomamos el metro y nos encontramos con Tatiana, no sin antes dar una vuelta por la zona. Vamos a la galería Tetriakov, famosísimo museo moscovita. Hay un edifico especialmente dedicado al siglo XX, que es lo que quería ver (sí, sí, porque soy un eximio conocedor de arte sé lo que quiero ver) y además porque ahí se suponía que había una especie de museo al aire libre lleno de estatuas y bustos de la época de la URSS.
Se suponía, digo, porque tras buscar un rato sólo encontramos un montón de estatuas ñoñas, pero ninguna comunista. Bueh, será mañana. El museo muy bueno, pero, aunque Ud. No lo crea, cansador de tanto caminar y estar parado. A la salida y tras una buena caminata volvemos a comer en le restaurant de la otra vez. Ahora sí, en el metro es la despedida. La verdad que se portaron de diez, les estoy muy agradecido.
De vuelta al hostel me encuentro con una nueva inquilina de Escocia. Me da un poco de charla, pero yo estaba muy concentrado en poder comunicarme con casa (además, ya había estado recibiendo llamaditas presionadoras desde Argentina al celular), así que ni bien puedo me rajo y me adentro en el skype.
Creo que nunca en la vida me había pasado tan inadvertida la navidad (¡mi sueño!). En Rusia si bien había un montón de decoraciones por año nuevo no hay navidad sino hasta enero, así que cero ambiente. Después hablando a Argentina preguntaba por los festejos y eso, pero no sé, era como estar muy ajeno. Me fui a dormir sin brindar ni pan dulce (serán sumamente agradecidos aquellos individuos que guarden pan dulce sin frutas “Don Satur” para cuando vuelva).



Moscú: Día 5
El viernes era el último día, pero el tren salía tipo cinco recién, así que tenía la mañana libre. Pensaba visitar el mausoleo de Lenin, que me había olvidado de hacer, pero antes de salir noto en mi guía que no abre los viernes. Bueh, otra vez será, habrá que volver… Me voy pa’ la catedral de Kazán, que esta vez sí estaba abierta. Enorme y espectacular. A la salida me propongo encontrar las estatuas que se habían echo rogar el día anterior, así que pegué un caminatón hasta las inmediaciones del museo último. Busco, busco, pero nada. Ya podrido, y en la loma de la mierda, me vuelvo pa’ mi zona de influencia. Almuerzo algo nuevo: big tasty! Y para el hostel. Armar la valija, despedida y al tren!





Bueno, no los torturo más. No sólo a ustedes, a mi también se me hizo eterno escribir esto, estamos a mano. Las próximas entregas, prometo, serán más breves y menos detalldas. Saludos.

Vacaciones de fin de año

Advertencia
La serie de posts que hoy comienza es el resultado de mis vacaciones por (Bielo)Rusia. Resumir 15 días en pocas palabras no es tarea fácil. Y como si eso fuera poco, confesar que buena parte del contenido de este blog ha sido escrito en un cuaderno mientras tenía que hacer tiempo en distintos lugares, le dará al lector la idea de lo engorroso y aburrido que puede volverse esta singular saga. Así que, ya están advertidos. Que nadie diga que no sabía a lo que se exponía cuando empezaba a leer. Que lo disfruten o que les sea leve!

Introducción

Cuando uno es una persona en formación en las ciencias sociales y aspira a llegar a ser un intelectual algún día, hacer reflexiones baratas sobre el mundo en el que vivimos a partir de cualquier experiencia mundana le sale casi como acto reflejo. Este es el caso con esta introducción.
El tema de mi reflexión es el Internet y cómo esta mágica red permite recortar distancias y achicar el mundo hasta límites insospechados.
Todo empezó hace unos cuatro o cinco años, si mal no recuerdo. Yo era nuevo en la red social “myspace”. Hacía poco había leído varias cosas sobre Belarús, entre otras que era la última dictadura de Europa, que tenían un anacrónico gobierno pro-soviético y que estar ahí era lo más cercano a vivir en la URSS hoy en día. Curioso por todo eso me puse a buscar alguien de Belarús en myspace y encontré a Yuliya. Nos hicimos amigos y bueh, seguimos en contacto hasta el día de hoy. Estando yo ahora en Alemania, tan cerca, Yuliya me invitó a visitarla para las vacaciones de año nuevo. La propuesta era ir hasta Belarús y luego a San Petersburgo. Ni qué decir que la idea me pareció genial, pero me daba pena conocer SP y no Moscú, así que como todavía tenía libres los días de Navidad decidí a ir primero allá por mi cuenta.
Pero la magia del Internet aun me deparaba más conocidos. Como soy tan sociable internéticamente, también hacía algunos años que estaba en contacto con un chico de Moscú, a quien sutilmente le dejé saber de mi viaje.
Los próximos días sólo son un increscendo de nervios por haber sido tan pelotudo de haber decidido irme solo a Rusia donde no voy a entender un carajo ylaputaquelopario, con el frío que hace, pudiéndome haber quedado tranquilito en Alemania, etc, etc. Por suerte no hay vuelta atrás. Así que bueno, esta es la génesis de las vacaciones que a continuación paso a relatar.

El resto es humo...

Hoy tenemos el grandísimo honor de contar con la participación especial del corresponsal colombiano Thomas Sparrow. Se agradece infinitamente su colaboración y la profesional crónica que ha elaborado de los hechos ayer ocurridos. Esperamos disfruten la entrega y, no se impacienten, que ya viene Rusia.



Juan todavía sigue perplejo por su sorprendente actuación de ayer, así que delegó en mí la función de actualizar su blog. De antemano les pido disculpas a los fieles lectores, acostumbrados a las crónicas llenas de palabras típicas de Córdoba (que ustedes entienden pero que a nosotros, acá en Leipzig, todavía nos dejan confundidos. Ejemplos: “un boliche”, “estar al pedo” o “ella es ‘repiola’").

Dejando de lado la disputa idiomática, comencemos por dos buenas noticias: La primera es que Juan llegó completo después de su travesía por la antigua Unión Soviética, que incluyó las peores nevadas en Moscú en los últimos 20 años (vean las actualizaciones del blog próximamente). La segunda buena noticia es que Juan, a su regreso, logró lo que ninguno de nosotros ha conseguido, creo, en su vida: literalmente mover las masas. Ayer lunes, tipo seis de la tarde, nuestro hincha de Talleres consiguió, a punta de habilidad culinaria –ya entenderán por qué-, que todos y cada uno de los habitantes de nuestra residencia estudiantil (para que calculen: son ocho pisos, cada piso debe tener alrededor de diez apartamentos para dos personas, en total alrededor de 160 personas) salieran despavoridos de sus cuartos, algunos en chanclas (perdón, en “ojotas”) y otros a medio vestir o sin chaqueta (perdón, sin “campera”).

La razón es que Juan accidentalmente activó la alarma de fuego del edificio, causando no sólo su evacuación completa (en pleno invierno, lo que significa que pocos estábamos contentos de tener que esperar afuera, en la nieve, para ver a qué “boludo” se le había incendiado su cuarto) sino también la visita de los bomberos –equipados como para controlar la peor llamarada en la historia de Leipzig- y hasta de la Policía. Ocurrió, más o menos, de la siguiente manera (como no fui testigo presencial de cómo Juan casi le prende fuego a su cocina, recurro a su narración posterior): cansado, recién llegado de Rusia y hambriento, el argentino decidió prender el fogón para cocinar algo, con tan mala suerte que prendió otro que tenía encima una tabla de plástico que, gracias al calor, se derritió rápidamente y causó una humareda que se esparció por todo el apartamento. A pocos minutos de la asfixia decidió abrir sus ventanas y la puerta principal y cuando el humo llegó al pasillo se activó la ensordecedora alarma.

Juan empezó a correr de un lado para otro. Corría para el baño, para el cuarto, trataba de apagar la alarma y veía como cada vez más personas bajaban asustados (y bravos, supongo, por la interrupción) a la entrada. Para ese entonces yo –que no tenía “campera” y estaba en “ojotas”- ya había evacuado y Dana, que había llamado a Juan para que todos evacuáramos juntos, ya se había enterado de quién era el “boludo” que la había activado. Nos encontramos abajo los tres, detuvimos a los bomberos en la entrada -sin que la mayoría de la residencia se enterara de quién fue el culpable- y en alemán les expliqué lo sucedido. Subieron a verlo con sus propios ojos y, mientras apagaban la alarma, llegó un Policía que le pidió a Juan su pasaporte y su permiso de residencia (no entendía por qué Juan, siendo argentino, le mostraba su pasaporte italiano). Mientras le comentaba que probablemente tendrá que pagar una cuantiosa multa por hacer que los bomberos llegaran a apagar una simple nube de humo producida por una tabla de plástico, también le recomendó un curso de cocina (que, por cierto, también le recomendamos nosotros, por si no les ha contado cómo le fue cocinándonos repollitas de Bruselas).

Para terminar, dos datos adicionales: mientras el Policía indagaba a Juan llegó Thomas, el nuevo vecino. No entendió mucho de lo que estaba pasando, pero por lo menos sonrió y habló con nosotros. En el fondo, yo creo que Juan se alegró de que Thomas llegara. (No queremos imaginarnos que habría pasado si el orangután de Patrick, el antiguo vecino, hubiera llegado a su cuarto para verlo inundado de humo y con un Policía en la cocina. Probablemente se le habría despertado el instinto asesino).

El segundo dato adicional es que Juan casi repite la hazaña hoy. Por poco prende otra alarma. Pero esa historia la tiene que contar él.