Por una cabeza...


En la vida hay experiencias que te quitan el aliento, te roban el corazón, te marcan para siempre… o hasta te hacen perder la cabeza. A veces es sorpresivo, inesperado y otras, como mínimo, sospechable. Si me preguntan así de repente, no sabría decirles con precisión en cuál de los dos extremos se encontraba el protagonista de mi historia, Thomas, cuando armaba su valija para salir a Estambul.
Yo tiendo a inclinarme un poco más hacia la hipótesis de la previsión. Tras haber observados sendos documentales en Youtube, conseguido una guía turística de la ciudad e incluso haber comprado y leído el “Estambul” de Pamuk, Thomas tenía la idea fija de que la antigua Constantinopla le iba a “encantar”. A esta altura mis recuerdos son un poco confusos, pero hasta me aventuraría a asegurar que en alguna de nuestras conversaciones lo oí decir que le iban a robar la cabeza. El lector dirá, entonces, que mi duda es errónea, que Thomas iba sabiendo lo que le iba a suceder. Pero tras leer este relato, espero, podrá comprender que las reglas de la semántica, los recursos lingüísticos y las figuras del lenguaje nos hacen sospechar que nuestro héroe no esperaba que sus augurios se realizaran de modo tan literal.
Tras que Franka nos llevara en su auto desde Leipzig a Berlín y un vuelo como de dos horas y pico, por fin, llegamos reventados a eso de las seis y algo de la mañana a Estambul. Tras pasar los controles de rigor (más o menos rigurosos según el escudo que lleve cada pasaporte) estábamos ya en el hall del aeropuerto. Nuestro vuelo, obvio, nos había dejado en el aeropuerto más lejano, cosa que teníamos que tomar un colectivo de horita y media, luego un barco y por último unas estaciones de tranvía para encontrar nuestro hostel. Con tanto movimiento a la vista, se hacía indispensable conseguir dinero local para poder pagar el transporte.
Tras dar alguna que otra vuelta en vano vemos al final del pasillo un gran cartel, como de unos dos metros de alto, en el que luces rojas forman la tan ansiada “Exchange office”. Cambiamos el dinero sin inconvenientes y tras tomar nuestro equipaje decidimos dirigirnos hacia la salida. Lo recuerdo claramente, yo caminaba al lado de Franka, Mauricio nos seguía un poco más atrás, veníamos hablando de cualquier asunto cuando de repente… Un ruido como de una explosión nos deja paralizados. Nos volvemos pronto a ver que sucedía y nos encontramos con un panorama desolador: el cartel de la casa de cambio sobre el piso y Thomás con la mano en la cabeza. Nuestro medio colombiano-medio inglés (y medio distraído) no había visto el cable del letrero electrónico en su entusiasmo por irse a la ciudad, se tropezó y el colosal anuncio no tuvo mejor sitio para aterrizar que en la cabeza de nuestro amigo.
El empleado de la casa de cambio nos sorprende con su humanismo. Tras asegurarse de que el cartel está bien, parece ofrecer llamar a un médico. Thomas, orgulloso y valiente, agradece la oferta, pero la rechaza. Todavía un poco confundido y mareado, constatando el chichón que se le va desarrollando se sube al bus.
Nosotros,  un tanto irresponsables, no le damos la dimensión correcta a lo ocurrido. “Sana sana, colita de rana…” y ya… Pero Thomas no está para nada tranquilo. Tras un rato en el bus nos pregunta si lo acompañaríamos a ver a un médico. A nosotros nos pareció un poco exagerado, pero la preocupación no era infundada. En este momento, nos enteraríamos del trágico caso de Natasha Richardson. Ud. se preguntará que quién es, nada más y nada menos que la esposa del inolvidable actor que inmortalizara a Schindler en la película sobre él y su lista. El caso es que Natasha, tomando clases de esquí, recibió un fuerte golpe en la cabeza. Tras levantarse y seguir como nada, irresponsablemente omitió una visita al doctor. El asunto es que al poco tiempo fue víctima de una muerte súbita.
Bueno, aceptamos acompañarlo ni bien lleguemos al hostel, allí preguntaríamos en la recepción a dónde podríamos ir. En tanto, recién comenzaba un viaje de dos horas en bus. Thomas nos ofrece que durmamos, ya que para él sería muy arriesgado hacerlo en esas condiciones. El asunto es que el cansancio es tal que finalmente, por unos minutos, Thomas sucumbe a la tentación de Morfeo. Yo, sentado al lado, me asusto un poco… pero cuando veo que despierta y sigue aun vivo vuelve la calma.
El viaje resulta bien, pasamos el barco, el tranvía, caminamos un buen rato y llegamos a nuestro maravilloso hostel. Tras acomodarnos y conocer su inolvidable baño le preguntamos a su regenteador (Volcan… o algo así) a dónde podríamos llevar a nuestro golpeado amigo. Y sin dudarlo, nos recomienda el hospital alemán.
Tras tomar el tranvía y el funicular, caminamos un poquito y ahí lo hallamos. Por fuera se ve bonito, pero cuando entramos… quedamos maravillados. Es lo más parecido a un hotel que uno se pudiera imaginar. Muebles decorados, techo con figuras e iluminación, columnas y hasta un piano en una esquina. Pedimos en la recepción por alguien que hable inglés o alemán y nos los van a buscar.

En la entrada del hospital

Tomándose la cabeza I


Tomándose la cabeza II


Tramitando

Por fin llega el atento señor, al que Thomas, con la ayuda de Franka, le tiene que explicar los trágicos eventos. Tras escuchar con atención y controlar que su seguro médico funcionara, le ofrece una consulta con un médico por unos módicos 80 euros.



 


De repente la inminencia de la muerte súbita parece un tanto más lejana. Pero tras poner en la balanza la seguridad de algunos días más de vida y el dinero, Thomas no duda en aceptar la consulta. Una vez acordado esto, y mientras los fieles escuderos aprovechamos para utilizar el baño (que era infinitamente más limpio y cómodo que el del hostel) se llevan a Thomas a otro edificio del hospital. Mientras esperamos sentados (alguno que otro dormido), le dicen que lo más probable es que vaya a ser necesario hacerle unos estuidos pa’ ver que todo esté bien por dentro. Pero claro, estos salen unos 400 euros. Aquella balanza de la que hablamos unas oraciones antes ya parece aun menos asustada por la muerte súbita y comienza a recalcular. La conclusión: veamos al médico primero y después analizamos que hacer.
Esperamos muy nerviosos a que lo hagan pasar y, tras la consulta más corta de la historia (tan corta, que ni siquiera la cobraron), tenemos un veredicto. El golpe no ha sido fatal! Después de apretarle el chichón, el médico ha decidido que no hay nada de qué preocuparse y que, pasadas seis horas, el riesgo está olvidado. Todos suspiramos aliviados, aunque al mismo tiempo un poco decepcionados porque tras tanto lío esperábamos un poco de acción en el quirófano.
Thomas, mucho más aliviado, decide por fin tranquilizarse y se presta a disfrutar la ciudad. Podrá ahora, por fin, perder la cabeza del modo en que lo soñaba. Pero eso sí, ha aprendido de la experiencia:

Empapado por un elefante

No es que a mi me guste victimizarme, pero definitivamente esta no ha sido mi semana. Estoy pensando en recurrir a un chamán para saber qué malas vibras se alojan en mi residencia, o que me ayude a comprender de qué modo ella y yo no somos compatibles. El tema es que el asunto del fuego ha pasado de ser un accidente aislado y se ha convertido en un caso más de los infortunios a los que me somete este edificio.

Lunes, Dana y Tayse nos habían invitado a cenar, razón por la cual debíamos llevar vino. Como todo lunes me voy al súper a hacer las compras, lleno mi bolsa preferida de productos y me vuelvo al hogar. Estando en el hall de entrada una de las manijas decide que ya ha tenido suficiente, se desprende y zas! la bolsa al suelo. Con tanta suerte que la botella de vino venía al fondo. Se hace un pequeño hueco en la esquina inferior y el vino comienza a fluir. Por suerte Thomas (mi fiel compañero supermercadil) vive abajo, entonces nos vamos a buscar el lampazo para limpiar. Cuando volvemos el vino seguía saliendo y el hall empapado del inconfundible aroma a Malbec. Tras limpiar una vez, el vino sigue saliendo, así que volvemos a limpiar, pero nada, aparentemente era una botella bastante rendidora. Vamos a buscar una bolsa donde metemos la que estaba rota. Me preparo para subir las escaleras, pero no, la nueva bolsa también se rompe. Genial, el vino era de tan buena calidad que corroía bolsas. Otra pasada de lampazo. Buscamos una nueva bolsa, esta vez más resistente y sí, por fin puedo subir sin llenar los pasillos de vino.

Miércoles, mi libro de Amazon.de lleva varios días sin llegar desde que notificaron el envío. Como mi alemán es un tanto... mmm... como decirlo... inexistente? Le pido a Thomas que llame con mi celu al servicio de atención al cliente. Tras pasar grabaciones, esperar la musiquita de rigor, dar númeor de pedido y demás informaciones claves, un operador nos atiende. Thomas le explica que mi libro no llegó, pero que paradójicamente aparece en la página web como "entregado". El muchacho se fija y nos dice que "sí, efectivamente, el libro fue entregado". -"Ejemm... pero si no lo tengo"
-"No, claro. Como el cartero no encontró a nadie en casa se lo entregó a un tal Herr Finkler"
-"Ah, muy bien, pero yo no conozco a Herr Finkler"
-"Lo siento, pero yo no puedo darle más datos. Demasiado con que le he dicho su nombre"
Genial, genial... Así que bueno, hay que encontrar al Sr Finkler. Plan A, en mi piso los únicos hombres somos Thomas (mi vecino) y yo, así que él debe ser Thomas Finkler. Pero cómo va a ser tan gil de haberse olvidado de darme el libro tantos días... Probamos llamarlo, pero no atiende. Plan B, en la entrada del edificio se encuentran los buzones de todos los inquilinos, muchos de ellos, cuidadosos, ponen sus nombres en las ventanitas habilitadas para tal fin. Así que fuimos a leer en qué cuarto vivía Herr Finkler... Y nada. Herr Finkler debió olvidar poner su cartelito (si Herr Staricco había olvidado hacerlo, por qué no podría Herr Finkler). El asunto es que ya, un tanto nervioso, le rompo las bolas a Thomas para que llame de nuevo a Amazon. Mismo Proceso, grabaciones, música, claves, ser humano. Thomas le dice que sabemos que un tal Herr Finkler tiene nuestro libro, pero que no sabemos quién ocote es y al parecer no nos lo quiere dar. La señora chequea la información... "Ah, claro... jeje" Resulta que el nabo que nos había atendido antes era nuevo; el cartero no había encontrado mi casa (imaginamos que el número de depto no entró en la dirección) entonces mandó el libro de nuevo al depósito, donde Herr Finkler (empleado de Amazon) lo recibió.
El asunto es que ahora me reenviaron el libro (llamamos justo a tiempo porque un día más tarde me hubieran cobrado cargo de envío... por su impericia?) y bueh, por las dudas hace un rato fuimos a poner mi nombre en la ventanita del buzón.

Jueves, hoy. Apaciblemente trabajo en mi ordenador cuando suena el timbre. Pensando que es algún amigo salgo a atender, dejando todo abierto. Pero no, era una extraña señora hablando alemán. Se apiada y cambia al inglés. Resulta que era la cobradora del impuesto a la televisión. Sí, sí, en este maravilloso país te cobran una cuota mensual por tener TV y/o radio. Yo sabía de que existían inspecciones, que si te encontraban una televisión fuera de regla te multaban. Me pregunta si tengo noutbuc, radio y/o televisión. Con la puerta abierta de mi cuarto, sin saber qué alcanza a ver, le confieso que tengo tele y compu. Qué desde cuando tengo la tele, sólo desde enero por suerte... Algunos datos más y menos, y Zas! Boletita para el boludón. Pero no sólo eso, sino que justo Thomas (mi vecino) sale de su cuarto, la inspectora me pregunta si está y yo lo mando al frente. Zas! Boleta para dos. Después Thomas me explicaría que en general nadie paga ese impuesto, que esta gente no está habilitada a entrar a revisar y que, entonces, todo el mundo los charla con que no tienen y con eso alcanza. Su sub-texto fue claro: "la puta que te parió".

En fin, estos son los últimos sucesos destacables que ocurren bajo el techo de mi querida residencia. No tan querido yo para ella. Tendremos que replantear urgentemente esta relación, porque sino... así no podemos seguir.

San Petersburgo (por fin el fin)

Llegamos puntualmente a la estación y allí nos aguardaba el bus que nos llevaría a San Petersburgo. Nos recibe la señora que sería nuestra acompañante, una vieja medio rara (especialmente para alguien que no habla ruso) que alternaba entre la simpatía y la mala onda. Nos advirtió, eso sí, que para las excursiones yo tenía las entradas a precio de bielorruso, así que el argentino exótico debía procurar no hablar en voz alta cuando entraba a los museos y demás. Que desafío…
El viaje duraba unas simpática 14 horas, salimos el 30 por la tarde y llegamos al otro día como a las ocho de la mañana. Dormir fue bastante complicado, por un lado, porque estaba sentado contra la ventanilla y de ese lado salía la calefacción más asfixiante que hubiera conocido nunca jamás. Por el otro, porque la comodidad de los asientos no ayudaba. Durante el recorrido hubo algunas paradas técnicas para ir al baño, pero bueno, he de confesar que más que baños eran letrinas, en las que si uno quería saber dónde tenía que embocar sus desechos no tenía más luz que la del celular. En fin, si alguno de los lectores conoce mi trauma con los baños públicos, se imaginará mis sensaciones. Lo mejor del viaje fueron los “bocadillos” que Olga nos había preparado para ir comiendo.
Si en Belarús había tenido un merecido descanso de los McDonalds, en San Petersburgo retomaríamos la tradición, obvio. Nomás llegar a la ciudad, nos dirigimos a tomar nuestro desayuno en las M amarillas. El café era indispensable para mejorar un poco el estado de sonambulismo que cargábamos. Pa’ colmo de males, no iríamos al hotel sino hasta después de comer, así que había que poner el cuerpo para los paseos sin falta.



Fuimos en primer lugar al Hermitage, que más allá de las obras que expone, el palacio es una atracción en sí mismo, luego visita panorámica por la ciudad, visitamos la Catedral de Kazán y unas vueltitas más. Después de eso fuimos a comer y, finalmente, fuimos al hotel! La siesta no se hizo esperar y allá fuimos.
Era 31, así que esa noche eran los festejos. Decidimos ir a la plaza principal, en la entrada del Hermitage, donde transcurrirían los festejos. Nos pusimos de acuerdo para ir con una pareja de chicos de la que nos hicimos amigos: Olga y Zhenia. Los dos bielorrusos, reciente y jovenmente casados, muy piolas por suerte, nos acompañaron durante todo el viaje. Así que salimos juntos del hotel, compramos champán pa’ brindar en la plaza, nos tomamos el metro y después caminar por la avenida Nevky, la calle más importante de San Peter, hasta llegar a la plaza. La ciudad estaba iluminada bellísimamente y las calles llenas de gente que iban para allá también.







Cuando por fin llegamos nos encontramos con un escenario con pantallas gigantes, donde no sé que hacían o decían. Lo cierto es que por ahí estaba el abuelito frío con su nieta y todo. Por fin se hicieron las doce y comenzó el festejo. A decir verdad, con un poco menos de efervescencia de lo que esperaba, no se jugaron mucho con los fuegos artificiales tampoco. Pero lo que si estuvo muy lindo fue todo el espectáculo que hicieron con luces y música. Iluminaban el frente del Hermitage al ritmo de la música, y en el edificio de en frente proyectaban sombras que se iban moviendo. La verdad que estuvo muy imponente, y de pensar que estaba celebrando año nuevo en San Petersburgo, bueh, fue un tanto emocionante.









Estuvimos un rato más ahí haciendo los bellísimos videos mostrados. El pueblo tenía hambre, así que empezamos a evacuar la plaza en busca de algo cuando, de repente, perdimos a Yuliya en la multitud. El asunto se puso complicado, porque había muchísima gente y ella no tenía celular. Tras un buen rato, no sé de cómo, Zhenia la encontró y bueh, seguimos la marcha. Las calles estaban llenas de gente y policías por todas partes. Tras caminar mucho llegamos a una especie de mercado de navidad como los alemanes, pero en Rusia, obvio. Tras dar unas vueltas encontramos un lugar donde comer que parecía bastante bueno y ahí paramos.







Era ya bastante tarde cuando empezamos a encarar de vuelta para el hotel, pero claro, ya no había transporte público de ningún tipo. Así que nos tuvimos que armar de valor y caminando por las veredas más resbaladizas de mi vida fuimos poco a poco hasta el hotel. Creo que caminamos por lo menos una hora y mis compañeros me salvaron de muchas caídas. Es increíble las capas de hielo que se formaban.
Ya llegando al hotel podíamos apreciar vistas de noche bellísimas como esta:





Al otro día, tras el desayuno, tuvimos visita a todos los puntos más importantes de la ciudad.







Fuimos a almorzar y terminamos a la tarde. Yuliya se fue a dormir la siesta, pero yo estaba preocupado por la vuelta a casa, así que decidí “practicar como volver.” El problema era que al otro día los amigos se volvían a Belarús con el bus pero yo, en cambio, me quedaba un día más y me tenía que volver por mi cuenta. Tenía, entonces, que asegurarme saber cómo joraca llegar al aeropuerto y cuál de los dos era el que correspondía. En los mapas del metro figuraba una estación desde donde salían los buses al aeropuerto, así que fui hasta allá. A la estación llegué sin problemas, pero claro, cuando salí a la superficie, había como cuatro esquinas de las cuales salían los colectivos, así que bueh, había que seguir averiguando. Cuando me volvía, ahora sí, me perdí por primera vez en el metro, tomándolo en sentido contrario. Llegué al final del recorrido por accidente, donde un guardia amablemente me pidió que bajara. Así que como un gil caí en la primera estación que conocí donde había que salir a la superficie para cambiar de dirección del tren, como un buen boludo tuve que pagar otro pasaje.
Bueno, me volví para el hotel, y como habíamos quedado de encontrarnos en el centro para comer con Shenia y Olga (se habían ido a ver Avatar, era la primera vez que escuchaba el nombre de esa película) no terminé de llegar, que de vuelta nos íbamos a tomar el metro… para comer en Mc Donalds, of course.
Al otro día nos levantamos bien temprano porque teníamos paseo lejos, a visitar el Palacio de Catalina y luego el de Pavlov. Lindísimos ambos, aunque la nieve cagaba el paseíto por los parques.







Tras las excursiones, parar a comer en Mc Donalds y despedida. De ahí los bielorrusos seguían para Bielorrusia y yo me volvía para el hotel. Yuliya se portó y me acompañó hasta el lugar donde tenía que tomar el bus (que era una especie de auto un poco más grande), llegó rápido, despedida fugaz y de vuelta para la ciudad. Ahí un viejo se apiadó y me indicó donde bajarme y bueh, metro amigo y de vuelta pa’ las casas, no sin antes pasar por un horrible y caro supermercado de inspiración china donde compré algunas cosas para comer a la noche y al día siguiente.
El último día por mi cuenta lo aproveché para visitar un par de iglesias que no habíamos visitado y que ciertamente valían la pena. Dar unos paseos más por la ciudad, comprar algunas boludeces y no mucho más.



Volví al hotel con tiempo de sobra, ya tenía todo preparado y, por suerte, todos los pasos del regreso planificados.
La primera prueba consistía en arrastras unas cinco cuadras la valija en medio de la nieve, por veredas pobremente limpiadas. Luego, en la estación del metro, gran pelea gran. En los molinetes del metro, habían muchos pequeños y uno grande que, en inglés, decía “puerta para equipaje.” Como en todo metro, en este también se encontraba una de las personas con el cuarto de los peores trabajos del mundo: cuidador de escalera mecánica. En cada extremo de escalera mecánica en los subtes de Rusia se encuentra una casilla de un metro cuadrado donde hay una persona sentada todo el día viendo a las escaleras o algunas pantallitas que tienen (que muestran escaleras). No sé muy bien que hacen, ya que nunca las vi (creo que suelen ser mujeres siempre) haciendo gala de nada. El asunto es que, como decía, me dirijo a la cuidadora de escalera de turno y le señalo que voy a pasar por esa puerta porque tengo valija. A lo que me dice que no, que pase por un pequeña. Retruco, insiste, retruco, insiste. Le hago caso. Meto la ficha, quiero pasar y obvio que no pasamos junto con mi valija. Voy a decirle que pagué, pero que no pude pasar, que me deje pasar por la puerta grande y no quiere la vieja. Finalmente, un policía que estaba también allí le dice que me deja pasar. El asunto es que el policía me empieza a explicar, mitad en ruso mitad en inglés, tres cuartas partes con señas, que debería haber puesto una ficha para mi y otra para la valija y pasar. Bueh, mah si, “spasiba, spasiba” y huyo.
Ahora tocaban cinco paradas de metro con una línea y luego otras cinco con otra línea. Terminado eso, salgo a la calle y justo me encuentro con el colectivo que va al aeropuerto. Me subo, viajo parado, pero en el bondi correcto así que no me importa. Por fin llego al aeropuerto. Voy al check in, me mamo la cola y me dicen que no podía pasar aun, porque no era hora. Bueh, esperar, se hace la hora, entro. Insoportables controles de seguridad, dos veces en total, uno incluyendo descalzarse y pasar por rayos X o algo así. Pero bueno, finalmente tomo mi avión que va a Riga. Allí llego como a las once, pero mi avión a Berlín no sale sino hasta las 7.00 am. Así que me acomodo en una hilera de tres asientos y, tras leer un poco y comerme los sanguches que traía, me duermo un rato. Al otro día me despierto, tomo el avión y zum, estoy en Berlín. Me tomo del aeropuerto un colectivo a la Hauptbanhof. Allí tenía que esperar como dos horas y media mi tren, averiguo si se pueden cambiar y me dicen que mi pasaje es tan rata que no es posible. Me instalo en un mac donalds a escribir un poco entrada del blog. Se hace la hora, me tomo el tren. Llego por fin a Leipzig, me tomo el tranvía y ufff, estoy en casa! Esa noche, aturdido por tanto viaje, y desmemoriado por tan larga ausencia, me quiero hacer algo de comer, prendo la hornalla equivocada, mi tabla de plástico se empieza a derretir… humo, humo...