A mi nuevo
hogar llegué ayer. Después de ir a Buenos Aires, volar trece horas, esperar
varias en el aeropuerto y tomarme un último avión, aterricé en Dinamarca.
Contra todo
pronóstico el día era soleado y caluroso, por lo que no me hizo mucha gracia
tener que andar con la campera más abrigada que tengo puesta. Es que no había más
opción, necesitaba las manos para llevar una valija en cada una y la mochila en
los hombros. Menos opción si consideramos que en el transcurso del viaje, en
algún lugar, alguien, por accidente, rompió una de las ruedas de la valija… Así
que entre el abrigo y la fuerza que había que hacer me terminé subiendo al
metro todo traspirado. 13 estaciones más tarde me esperaba Anne, de la universidad.
Ya no estábamos en Copenhague, sino en Frederiksberg, un municipio chiquitito
que está metido, como una isla, en la capital de Dinamarca. Según me han
contado es una zona muy top y cheta, donde vive la crème de la crème danesa. Ella,
bicicleta en mano, yo, valijas en mano, caminamos juntos hasta el número 37 de
la Tesdorpfsvej, mi nueva casa.
Aunque más
que casa es un palacio. Un piso entero dividido entre tres personas. Ni bien
uno entra se encuentra con mi cuarto, que tiene todo lo necesario y hasta una
silla de un diseñador famoso. Sí, yo no sabía tampoco, pero se ve que también
hay diseñadores de muebles famosos… O eso es lo que me dijo Anne por lo menos. Ah,
eso sí, que no terminó por decidirse si la figura del mundo de los asientos era
danés o yanqui. Mmm… se ve que tan famoso no era.
El
departamento cuenta además con un living lleno de sillones y una televisión
enorme y un comedor gigante, donde la mesa y las sillas que las rodean quedan
perdidas en el espacio. La cocina tiene todos los aparatos, accesorios e
implementos que uno pueda imaginarse, entre ellos un horno a “inducción”. No
tengo la más pálida idea de lo que signifique eso, pero según mi vecino por su
culpa no podía usar la cafetera. Ah y en el baño hay un piso que se calienta
(ahora que lo pienso: ¿no se me derretirán las ojotas?).
El asunto
es que mi mansión, claramente, es compartida. Ayer a la tarde mientras hacía
las llamadas de rigor y me ponía a ordenar un poco me golpeó a la puerta mi
vecino Eric, de Suecia. Muy amablemente se presentó y tuvimos una charla de
rigor. Me contó que hace dos semanas que está acá, pero que aún no ha conocido
a la chica que completa la vivienda. Sabemos que vive acá porque deja sus
zapatos en la puerta y tiene el baño llenísimo de champúes, pero nadie la ha
visto hasta el día de hoy. Sabemos que se llama Rebecca porque así lo dice la
toalla que tiene colgada junto a la ducha (bueno, y porque así me lo dijo la
doña que me mostró el departamento).
Así que
bueno, tengo que aprovechar mi nuevo hogar mientras me dure, que la universidad
solo me lo alquila por mes y medio. Las largas caminatas desde mi cuarto hasta
la cocina, los paseos por el living y el comedor, los muebles de diseño y los
pies calentitos a la salida de la ducha, todo, todo eso será asunto del pasado
cuando me toque conseguirme algo para estar por mi cuenta.
Acá van
algunas fotos.
PD: los
amantes de las historias sobre quesos estarán gustosos de saber que hoy, tras
mi vuelta del súper, he descubierto que el pedazo de 1 kilo y pico que me compré
tiene un olor muy parecido al camembert de aquella vez…