San Petersburgo (por fin el fin)

Llegamos puntualmente a la estación y allí nos aguardaba el bus que nos llevaría a San Petersburgo. Nos recibe la señora que sería nuestra acompañante, una vieja medio rara (especialmente para alguien que no habla ruso) que alternaba entre la simpatía y la mala onda. Nos advirtió, eso sí, que para las excursiones yo tenía las entradas a precio de bielorruso, así que el argentino exótico debía procurar no hablar en voz alta cuando entraba a los museos y demás. Que desafío…
El viaje duraba unas simpática 14 horas, salimos el 30 por la tarde y llegamos al otro día como a las ocho de la mañana. Dormir fue bastante complicado, por un lado, porque estaba sentado contra la ventanilla y de ese lado salía la calefacción más asfixiante que hubiera conocido nunca jamás. Por el otro, porque la comodidad de los asientos no ayudaba. Durante el recorrido hubo algunas paradas técnicas para ir al baño, pero bueno, he de confesar que más que baños eran letrinas, en las que si uno quería saber dónde tenía que embocar sus desechos no tenía más luz que la del celular. En fin, si alguno de los lectores conoce mi trauma con los baños públicos, se imaginará mis sensaciones. Lo mejor del viaje fueron los “bocadillos” que Olga nos había preparado para ir comiendo.
Si en Belarús había tenido un merecido descanso de los McDonalds, en San Petersburgo retomaríamos la tradición, obvio. Nomás llegar a la ciudad, nos dirigimos a tomar nuestro desayuno en las M amarillas. El café era indispensable para mejorar un poco el estado de sonambulismo que cargábamos. Pa’ colmo de males, no iríamos al hotel sino hasta después de comer, así que había que poner el cuerpo para los paseos sin falta.



Fuimos en primer lugar al Hermitage, que más allá de las obras que expone, el palacio es una atracción en sí mismo, luego visita panorámica por la ciudad, visitamos la Catedral de Kazán y unas vueltitas más. Después de eso fuimos a comer y, finalmente, fuimos al hotel! La siesta no se hizo esperar y allá fuimos.
Era 31, así que esa noche eran los festejos. Decidimos ir a la plaza principal, en la entrada del Hermitage, donde transcurrirían los festejos. Nos pusimos de acuerdo para ir con una pareja de chicos de la que nos hicimos amigos: Olga y Zhenia. Los dos bielorrusos, reciente y jovenmente casados, muy piolas por suerte, nos acompañaron durante todo el viaje. Así que salimos juntos del hotel, compramos champán pa’ brindar en la plaza, nos tomamos el metro y después caminar por la avenida Nevky, la calle más importante de San Peter, hasta llegar a la plaza. La ciudad estaba iluminada bellísimamente y las calles llenas de gente que iban para allá también.







Cuando por fin llegamos nos encontramos con un escenario con pantallas gigantes, donde no sé que hacían o decían. Lo cierto es que por ahí estaba el abuelito frío con su nieta y todo. Por fin se hicieron las doce y comenzó el festejo. A decir verdad, con un poco menos de efervescencia de lo que esperaba, no se jugaron mucho con los fuegos artificiales tampoco. Pero lo que si estuvo muy lindo fue todo el espectáculo que hicieron con luces y música. Iluminaban el frente del Hermitage al ritmo de la música, y en el edificio de en frente proyectaban sombras que se iban moviendo. La verdad que estuvo muy imponente, y de pensar que estaba celebrando año nuevo en San Petersburgo, bueh, fue un tanto emocionante.









Estuvimos un rato más ahí haciendo los bellísimos videos mostrados. El pueblo tenía hambre, así que empezamos a evacuar la plaza en busca de algo cuando, de repente, perdimos a Yuliya en la multitud. El asunto se puso complicado, porque había muchísima gente y ella no tenía celular. Tras un buen rato, no sé de cómo, Zhenia la encontró y bueh, seguimos la marcha. Las calles estaban llenas de gente y policías por todas partes. Tras caminar mucho llegamos a una especie de mercado de navidad como los alemanes, pero en Rusia, obvio. Tras dar unas vueltas encontramos un lugar donde comer que parecía bastante bueno y ahí paramos.







Era ya bastante tarde cuando empezamos a encarar de vuelta para el hotel, pero claro, ya no había transporte público de ningún tipo. Así que nos tuvimos que armar de valor y caminando por las veredas más resbaladizas de mi vida fuimos poco a poco hasta el hotel. Creo que caminamos por lo menos una hora y mis compañeros me salvaron de muchas caídas. Es increíble las capas de hielo que se formaban.
Ya llegando al hotel podíamos apreciar vistas de noche bellísimas como esta:





Al otro día, tras el desayuno, tuvimos visita a todos los puntos más importantes de la ciudad.







Fuimos a almorzar y terminamos a la tarde. Yuliya se fue a dormir la siesta, pero yo estaba preocupado por la vuelta a casa, así que decidí “practicar como volver.” El problema era que al otro día los amigos se volvían a Belarús con el bus pero yo, en cambio, me quedaba un día más y me tenía que volver por mi cuenta. Tenía, entonces, que asegurarme saber cómo joraca llegar al aeropuerto y cuál de los dos era el que correspondía. En los mapas del metro figuraba una estación desde donde salían los buses al aeropuerto, así que fui hasta allá. A la estación llegué sin problemas, pero claro, cuando salí a la superficie, había como cuatro esquinas de las cuales salían los colectivos, así que bueh, había que seguir averiguando. Cuando me volvía, ahora sí, me perdí por primera vez en el metro, tomándolo en sentido contrario. Llegué al final del recorrido por accidente, donde un guardia amablemente me pidió que bajara. Así que como un gil caí en la primera estación que conocí donde había que salir a la superficie para cambiar de dirección del tren, como un buen boludo tuve que pagar otro pasaje.
Bueno, me volví para el hotel, y como habíamos quedado de encontrarnos en el centro para comer con Shenia y Olga (se habían ido a ver Avatar, era la primera vez que escuchaba el nombre de esa película) no terminé de llegar, que de vuelta nos íbamos a tomar el metro… para comer en Mc Donalds, of course.
Al otro día nos levantamos bien temprano porque teníamos paseo lejos, a visitar el Palacio de Catalina y luego el de Pavlov. Lindísimos ambos, aunque la nieve cagaba el paseíto por los parques.







Tras las excursiones, parar a comer en Mc Donalds y despedida. De ahí los bielorrusos seguían para Bielorrusia y yo me volvía para el hotel. Yuliya se portó y me acompañó hasta el lugar donde tenía que tomar el bus (que era una especie de auto un poco más grande), llegó rápido, despedida fugaz y de vuelta para la ciudad. Ahí un viejo se apiadó y me indicó donde bajarme y bueh, metro amigo y de vuelta pa’ las casas, no sin antes pasar por un horrible y caro supermercado de inspiración china donde compré algunas cosas para comer a la noche y al día siguiente.
El último día por mi cuenta lo aproveché para visitar un par de iglesias que no habíamos visitado y que ciertamente valían la pena. Dar unos paseos más por la ciudad, comprar algunas boludeces y no mucho más.



Volví al hotel con tiempo de sobra, ya tenía todo preparado y, por suerte, todos los pasos del regreso planificados.
La primera prueba consistía en arrastras unas cinco cuadras la valija en medio de la nieve, por veredas pobremente limpiadas. Luego, en la estación del metro, gran pelea gran. En los molinetes del metro, habían muchos pequeños y uno grande que, en inglés, decía “puerta para equipaje.” Como en todo metro, en este también se encontraba una de las personas con el cuarto de los peores trabajos del mundo: cuidador de escalera mecánica. En cada extremo de escalera mecánica en los subtes de Rusia se encuentra una casilla de un metro cuadrado donde hay una persona sentada todo el día viendo a las escaleras o algunas pantallitas que tienen (que muestran escaleras). No sé muy bien que hacen, ya que nunca las vi (creo que suelen ser mujeres siempre) haciendo gala de nada. El asunto es que, como decía, me dirijo a la cuidadora de escalera de turno y le señalo que voy a pasar por esa puerta porque tengo valija. A lo que me dice que no, que pase por un pequeña. Retruco, insiste, retruco, insiste. Le hago caso. Meto la ficha, quiero pasar y obvio que no pasamos junto con mi valija. Voy a decirle que pagué, pero que no pude pasar, que me deje pasar por la puerta grande y no quiere la vieja. Finalmente, un policía que estaba también allí le dice que me deja pasar. El asunto es que el policía me empieza a explicar, mitad en ruso mitad en inglés, tres cuartas partes con señas, que debería haber puesto una ficha para mi y otra para la valija y pasar. Bueh, mah si, “spasiba, spasiba” y huyo.
Ahora tocaban cinco paradas de metro con una línea y luego otras cinco con otra línea. Terminado eso, salgo a la calle y justo me encuentro con el colectivo que va al aeropuerto. Me subo, viajo parado, pero en el bondi correcto así que no me importa. Por fin llego al aeropuerto. Voy al check in, me mamo la cola y me dicen que no podía pasar aun, porque no era hora. Bueh, esperar, se hace la hora, entro. Insoportables controles de seguridad, dos veces en total, uno incluyendo descalzarse y pasar por rayos X o algo así. Pero bueno, finalmente tomo mi avión que va a Riga. Allí llego como a las once, pero mi avión a Berlín no sale sino hasta las 7.00 am. Así que me acomodo en una hilera de tres asientos y, tras leer un poco y comerme los sanguches que traía, me duermo un rato. Al otro día me despierto, tomo el avión y zum, estoy en Berlín. Me tomo del aeropuerto un colectivo a la Hauptbanhof. Allí tenía que esperar como dos horas y media mi tren, averiguo si se pueden cambiar y me dicen que mi pasaje es tan rata que no es posible. Me instalo en un mac donalds a escribir un poco entrada del blog. Se hace la hora, me tomo el tren. Llego por fin a Leipzig, me tomo el tranvía y ufff, estoy en casa! Esa noche, aturdido por tanto viaje, y desmemoriado por tan larga ausencia, me quiero hacer algo de comer, prendo la hornalla equivocada, mi tabla de plástico se empieza a derretir… humo, humo...

1 comentario:

Anónimo dijo...

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